CÓMO ES LA VIDA VIDALES...
He visto la película de Manolete. Ya lo conocía, cuántas veces no puso papi el disco de Miguel Herrero en el que recitaba la cogida y la muerte de Manolete. Lo he oído desde niña (lo tengo ahora conmigo en forma de CD) y siempre me ha parecido impresionante, muy lleno de sentimiento. Recuerdo que papi lo escuchaba en silencio, a veces con la mirada perdida y otras mirando a lo lejos por una de las ventanas de nuestra sala, de espaldas a mí, como si estuviera entonces allí, en la plaza de Linares, presenciando lo que escuchaba de boca de Miguel Herrero, y yo, allí con él y aún me pregunto a veces de dónde toda esta melancolía mía...
Al terminar de ver la peli me metí a la red a indagar más sobre Manolete. Manolete es, y se siente también, como una leyenda, como si hiciera siglos que hubiera dejado de existir, pero la verdad es que podría muy bien estar vivo hoy día. Nació el 4 de julio de 1917...cumpliría 96 años este 4 de julio. Sin embargo, desgraciadamente sólo llegó a los 30.
Pues bien, me encontré este artículo de La Rana Dorada, quien resultó ser Carlos Vidales, un colombiano que fue mi profesor de Cultura y civilización latinoamericana en Estocolmo cuando me tocó, aquí en Suecia, completar mis estudios adquiridos en Colombia (ya está pensionado).
Me gustó, por eso lo cuelgo aquí. Incluyo también la versión sueca por consideración a los lectores nórdicos.
Y naturalmente la música de la peli. A mí me hubiera gustado que hubiesen puesto también un hermoso pasodoble al comienzo de alguna de las corridas en la plaza. Hace Adrien Brody un muy buen papel, además de que mejor físico para esa representación, de dónde.
y la Muerte Noruega
Escrito originalmente en sueco para el diario
Svenska Dagbladet de Estocolmo.
Publicado el sábado 30 de agosto de 1997.
Traducido por el autor, para los lectores de
La Rana Dorada.
Manolete era un gran Matador. Según algunos, el mejor que jamás haya existido. Es, en todo caso, el mejor de cuantos he visto en mi vida. O tal vez no. Yo tenía cinco años cuando lo ví por primera vez. Era pálido, delgado y pequeño, de figura frágil. Sus ojos eran enormes y misteriosos como dos puertas redondas abiertas a todo el dolor del mundo. Su mirada triste, mística, hacía pensar en los milagros cuando él se movía en el ruedo lenta y pausadamente, de una manera casi irreal.
Manolete comenzaba su danza mortal con el Toro en mitad del ruedo. Allí esperaba a su enemigo sin dedicarle siquiera una mirada. Dirigía los ojos hacia arriba, al aire vacío, como una Santa Teresa de Jesús. Sabía exactamente dónde, cuando y cómo embestiría el Toro. Nosotros, los pobres espectadores, sobrecogidos y empequeñecidos por la enormidad del instante, conteníamos la respiración. Diez mil silencios vibraban en la atmósfera magnética de luz y de sombra.
Entonces irrumpía el Toro, monarca poderoso del Reino del Miedo. La Fuerza Negra. El Dios del Valor y de la Cólera. La encarnación de la Tormenta Cósmica. La Muerte Viviente. Era el movimiento hecho cuerpo, energía, una majestuosa voluntad de lucha a toda marcha. Llegaba, con ímpetus de guerrero, para ser sacrificado. Así tal vez podríamos calmar nuestras almas angustiadas, nuestro miedo cobarde.
Yo amaba de verdad al bello Toro, este orgulloso, inocente, sagrado Cristo de la Naturaleza. Pero yo admiraba también al valiente y frágil Manolete que osaba enfrentarse a la muerte cada domingo, bajo el sol, completamente solo en su eterna tristeza, sin una sonrisa. Manolete era mi propio miedo, el miedo de diez mil hombres transformado en una danza mágica ahí abajo, en la arena. El hombrecito y el Dios de la Muerte. El hombrecito debía matar al dios para toda la eternidad... hasta el domingo siguiente.
Y así llegó el último Domingo, que era en realidad un jueves: el 28 de agosto de 1947. El Toro era un Miura grande, hermoso, armonioso. Se llamaba Islero. Casi setecientos kilos. Manolete hizo una elegante faena. Cada vez que Islero llegaba a la carrera con la velocidad del huracán, Manolete lo frenaba sin más armas que el trapo rojo. La inconcebible fuerza, el huracán negro pasaba rozando el cuerpo del hombrecito lentamente, tan lenta y tan dolorosamente que diez mil hombres tenían tiempo de asomarse al pozo sin fondo de la muerte.
La trompeta anunció el acto de matar. Manolete saludó al público girando en redondo con un gesto melancólico. Era la hora. La espada refulgió bajo el sol. La orquesta guardó silencio. Un sagrado recogimiento estremeció al público. Algún idiota tosió en los tendidos de sombra. Manolete esperó. Silencio. Suspenso. La brisa de la tarde se detuvo, temerosa, detrás de los burladeros.
Hay en el drama del toreo un solo instante en que los papeles se invierten: el Toro espera y el Matador embiste. Ese instante terrible, fugacísimo, es el de la suerte de matar. El Toro ha sido herido, torturado, acosado, pero no está agonizante. Está vivo a todo trapo. Está cansado y débil, pero también furioso y lleno de valor. Quiere luchar y matar. Ahí está, esperando la embestida del hombrecito.
Fue precisamente en este instante en que se decidió el destino de Manolete. Islero esperaba y parecía estar dispuesto a recibir toda la refulgente espada en su cuerpo de gladiador. Pero en el último segundo, cuando Manolete venía por el aire, volando con la espada en la mano, Islero levantó la poderosa cabeza. Fue un movimiento sorpresivo, veloz como el rayo. El elegante, solemne, ceremonioso matador se convirtió de repente en una muñeca sangrienta, en un trapo, en un fláccido y ridículo colgajo de carne. El cuerno de Islero hizo una herida de más de veinte centímetros de largo y penetró en la región inguinal rompiedo venas y arterias, abriendo un chorro de sangre ardiente sobre el ruedo.
Manolete llegó con vida al hospital. Una hora más tarde pudo incluso fumar un cigarrillo y comentar: "De verdad Islero quería que yo le acompañase en la muerte". Había perdido muchísima sangre pero el médico pudo constatar que estaba fuera de peligro.
Yo no estaba allí de testigo, porque esto ocurrió en Linares, allá lejos en España. Pero yo recuerdo, por supuesto, todos los detalles del suceso. Yo tenía ocho años y era un fanático adepto del toreo. La muerte de Manolete fue durante muchos meses el principal tema de conversación de la familia. Muchas veces repetimos el desarrollo de la tragedia, minuto a minuto. Mi papá decía que la novia de Manolete, Lupe Sino, cuyo verdadero nombre era Antoñita Bronchales, había dado muestras de gran valor y serenidad ante la muerte de su amado. Antoñita era, además, muy bonita. Yo me preguntaba en silencio qué fuerzas oscuras habían impulsado a Antoñita Bronchales a cambiar su nombre de novela fantástica por un nombre de novelita cursi.
Islero era un toro heroico. Había sido elegido por la Naturaleza para la misión de matar al matador. Cada matador camina al encuentro de su destino y se encuentra con él, tarde o temprano. Cada matador tiene su Islero que espera allá adelante, en el futuro iluminado por el sol, en medio de la arena.
Así pensaba yo cuando era niño. El equilibrio natural debía mantenerse, la armonía de la naturaleza debía reinar, la vida y la muerte tenían la misma dignidad y el mismo valor en la insondable inmensidad del universo. No había factores perturbadores. Solamente las eternas fuerzas de la naturaleza decidían el destino final de sus criaturas.
Pero hete aquí que ahora aparece alguien que dice: "No, señores, no fue Islero quien mató a Manolete. Fueron los noruegos. No lo hicieron a propósito, pero la muerte de Manolete se debe a ellos".
Expliquemos el asunto. Una cuidadosa investigación ha demostrado que un médico llegado a toda prisa de Madrid administró a Manolete un suero intravenoso importado de Noruega. Este suero causó la muerte del matador. La misma medicina ya había matado una cantidad de soldados aliados al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El suero noruego tenía algo malo.
Yo me niego a creer en esta investigación impropia, imprudente e irrespetuosa. Incluso yo, que ya no soy adepto de las corridas de toros, tengo derecho a conservar mis propios mitos y a creer en ellos. ¿Qué haría un ser humano sin mitos, a dónde iría, dónde recogería consuelo y sensatez en medio de la enajenación de la existencia? Si la verdad científica le va a arrebatar a Islero su bien ganada y bien merecida gloria de vengador sagrado, no quiero la verdad científica. Los noruegos no tienen nada que ver con el misterio del toreo. No es que yo pretenda azuzar a las muchedumbres contra ningún pueblo en particular, pero estoy convencido de que los noruegos no son especialmente competentes en estos asuntos del arte de torear.
Ya lo he dicho: ya no soy adepto de este circo sangriento y cruel. Preferiría ver a los toros furiosos, en todo el esplendor de su cólera, en su medio natural. Preferiría que la naturaleza hiciera con ellos lo que se le antojase en su ciega y majestuosa gana. Pero yo creo, eso sí, en el mensaje simbólico y dramático del toreo: el ser humano está condenado por la naturaleza. El ser humano no puede dejar de desafiar al destino, de matar a otros seres vivientes, de indagar cruelmente, implacablemente, su propia alma, destruyendo sus propias condiciones de existencia. El ser humano necesita crear bellos y excitantes espectáculos con sus peores crímenes, necesita edificar una cultura fundada en la negación de la cultura. El ser humano es una paradoja viviente, un pequeño, minúsculo, insondable misterio sin límites.
Por lo demás, volviendo a lo prosaico, he de decir que yo encontré ya mi propio Islero. Tenía yo entonces diez años y quería ser matador como Manolete. Decidido a probar mi suerte me metí en un pastizal e intenté convencer a un toro joven y fuerte a que jugara conmigo el juego de la corrida. El bicho estuvo de acuerdo. Y el juego terminó cuando yo salí volando y aterricé diez o doce metros más allá de la cabezota de la bestia, al otro lado del muro. Fue una experiencia interesante, pero un poco fuerte para mí. Decidí retirarme de los ruedos y hasta hoy he logrado vivir sin necesidad de jugar con el Toro, la Muerte Viviente, el Dios de las Tinieblas.
C.V. Estocolmo, 1997.
La Rana Dorada |
Naturen dödade Manolete — inte norrmännen Svenska Dagbladet, Stockholm, lördagen den 30 augusti 1997 |
Manuel Rodríguez, Manolete kallad, var en duktig matador. Den bästa som någonsin har funnits, säger somliga. Den bästa jag har sett i hela mitt liv var han i alla fall. Han var smal och liten, en klen, bräcklig figur. Hans ögon var enorma och vackra som två runda dörrar till alla tiders sorg. Han rörde sig långsamt, nästan overkligt.Manolete brukade börja sin dödliga dans med Tjuren mitt på arenan. Han väntade där utan att kasta en enda blick på sin fiende. Han stod där och tittade upp till luften och visste exakt hur Tjuren skulle anfalla. Vi alla små människor som hade samlats för att bevittna den blodiga ritualen, höll andan. Tio tusen tystnader vibrerade i den magnetiska atmosfären. Och så kom Tjuren, den mäktiga kungen i fruktans rike. Den Svarta Kraften. Tapperhetens och ilskans Gud. Den Kosmiska Stormens gestalt. Den Levande Döden. Han var bara rörelse, energi — en majestätisk kampvilja i full fart. Han skulle offras för vår skull. Så kanske vi fick lugna ner våra ängsliga själar, vår fega rädsla. Jag älskade faktiskt den vackra Tjuren, denna stolta, oskyldiga, heliga naturens Kristus. Men jag beundrade också den tappre smale Manolete, han som vågade möta döden varje söndag, under solen, helt ensam i sin eviga sorg, utan ett leende. Manolete var min egen rädsla, tiotusen mans rädsla, uttryckt med en dans på arenan. Den lille mannen, Dödens Gud. Den lille mannen skulle döda guden för all evighet... ända tills nästa söndag. Och så kom Den Slutliga Söndagen, som egentligen var en torsdag: den 28:e augusti 1947. Tjuren var en mycket stor, vacker, harmonisk Miura vid namn Islero. Nästan 700 kilo. Manolete hade gjort ett elegant arbete. Varje gång Islero kom springande mot honom med orkanens hastighet hade Manolete bromsat den ofattbara kraften. Den svarta orkanen hade passerat förbi, långsamt, så långsamt att tiotusen människor kunde titta in i dödens bottenlösa brun. Trumpetaren aviserade dödens akt. Manolete hälsade publiken med en melankolisk gest. Det var dags. Svärdet blänkte under solen. Orkestern slutade spela. Någon idiot hostade. Manolete dröjde. Tystnad och suspens. I tjurfäktningens drama finns bara ett enda ögonblick när rollerna är ombytta, när Tjuren väntar och matadoren anfaller. Tjuren har skadats, torterats, plågats, men han är inte döende. Han är levande i hög grad. Han är svag och trött, men mycket arg och modig. Han vill kämpa och döda. Där står han och väntar matadorens anfall. Det var precis i detta ögonblick när Manoletes öde avgjordes. Islero väntade och tycktes vara beredd att ta emot hela det blänkande svärdet. Men i sista sekunden, när Manolete var i luften, när han kom flygande med svärdet i handen, höjde Islero sitt mäktiga huvud. Det var en överraskande rörelse, snabb som blixten. Den eleganta, högtidliga matadoren blev plötsligt en löjlig docka, en trasa. Manolete levde fortfarande när han fördes till sjukhuset. En timme senare kunde han till och med röka en cigarett och kommentera: "Islero ville faktiskt att jag skulle följa med honom in i döden". Manolete hade tappat mycket blod men läkaren konstaterade att han skulle klara sig. Jag var inte där, men naturligtvis kommer jag ihåg alla detaljer. Jag var bara åtta år, men jag var redan då en fanatisk anhängare till tjurfäktningens rit. Och Manoletes död var under långa månader det viktigaste samtalsämnet i min familj. Vi talade upprepade gånger om tragedin. Min pappa sa att Manoletes flickvän, Lupe Sino, vars verkliga namn var Antoñita Bronchales, visade stort mod vid sin älskades död. Dessutom var hon vacker. Islero var en tapper tjur. Han valdes av naturen till ett uppdrag: att döda dödaren. Varje matador går sitt öde till mötes förr eller senare. Varje matador har sin Islero som väntar i den ljusa framtiden under solen, mitt i arenan. Så trodde jag som barn. Den naturliga balansen skulle upprätthållas, harmonin skulle räddas, döden och livet var lika värda. Inga störande faktorer, bara naturens krafter, eviga och rena. Men nu kommer någon och säger att det inte alls var Islero som dödade Manolete. Utan att det var norrmännen! Inte med flit, förstås. Men Manoletes död skulle vara deras fel. På det här sättet: forskningen har nämligen visat att en läkare som hade kommit från Madrid (den ödesdigra tjurfäktningen ägde rum i Linares) gav Manolete ett intravenöst serum som orsakade matadorens bortgång. Serumet hade importerats från Norge. Samma medicin hade redan dödat ett antal allierade soldater i slutet av andra världskriget. Det var någonting fel med detta norska serum. Jag vägrar tro på sådan olämplig forskning. Även jag, som inte längre tycker om tjurfäktningar har rätt att behålla mina myter. Om sanningen ska beröva Islero hans välförtjänta ära som gudomlig hämnare, vill jag inte ha sanningen. Norrmännen har ingenting med tjurfäktningens mysterium att göra. Jag vill inte driva hets mot folkgrupp, men jag tycker faktiskt inte att norrmännen är särskilt kompetenta när det gäller tjurfäktningskonsten. Som sagt, jag är inte längre entusiastisk för denna blodiga cirkus. Men jag tror på dess dramatiska, symboliska budskap: människan är dömd av naturen. Hon kan inte låta bli att utmana ödet, att döda andra levande varelser, att grymt och hänsynslöst utförska sin egen själ genom att krossa sin egen tillvaros betingelser. Hon behöver skapa vackra, spännande skådespel av sina värsta dåd och bygga upp hela kulturer grundade på kulturens negation. Människan är en levande paradox, ett litet och obegränsat mysterium. Jag fick förresten min egen Islero när jag var tio år. Jag ville bli matador som Manolete och försökte övertyga en ung och kraftig tjur att leka lite med mig. Det gjorde han. Leken slutade med att jag flög över muren och föll som en sten, tio tolv meter bort. Det var häftigt, men det var en gång för mycket och jag bestämde mig att avsluta min bana som matador. Sedan dess har jag lärt mig att leva utan Tjuren, den Levande Döden.
C.V.
Stockholm, 1997. |
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